Si fuera posible, no caminaría entre ustedes. Flotaría descalzo por sobre sus cabezas a no menos de cinco metros y evitaría, ante todo, escucharlos hablar.
Ayer, hombre delgado de cincuenta, sentado en un bar, ya pasada la medianoche. Nariz roja, sweater beige, mirada perdida en fútbol por tv. Me senté a su lado mientras esperaba mi pedido, pero no lo notó. Su mesa tenia dos porciones intactas de pizza, un diario deportivo, medio vaso de vino, un cenicero triangular dorado, tres monedas de 25 y un encendedor de plástico verde.
Gesticulaba con pies y manos ante cada jugada pero su cara, amarilla tabaco, tenia unos ojos desarticulados que no parpadeaban. Mientras murmuraba al televisor, apretó sus labios y dio un golpe seco a la mesa. El cigarrillo de su boca desprendió una bellísima estela de chispas naranja que vi caer como en cámara lenta. Luego se sumó a los gritos de los presentes mientras el aparato repetía la imagen de una esfera de cuero sobrevolando una línea blanca desde múltiples ángulos —Estamos en la final! —chillaba un subnormal desde la vereda—. Lo miré, intrigado, preguntándome que sentiría aunque sabía, jamás encontraría una emoción equivalente, tan accesible e intensa.
Todo lo que quiero es permanecer alejado. Tanto como sea posible. Pero de tanto en tanto, siento cierta curiosidad por algunas conductas y estímulos de la especie. Los observo de cerca y, al hacerlo, no dejo de pensar en lo mucho que desearía tener párpados en los oídos.
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