En los intervalos que había cuando no podía escribir algo digno solía hacer música electrónica. Y cuando no lograba darle la suficiente disciplina a un sonido para convertirlo en lo que quería, buscaba en discos viejos algunos fragmentos que pudieran servir, más tarde, para armar nuevos temas.

Inclusive pasaba algún tiempo leyendo: Nietzsche, Miller, Fante, Bukowski, Kafka y en ocasiones era sólo tenderme en el piso, en plena oscuridad, apoyando mi cabeza sobre un gran almohadón ubicado entre unos parlantes y
sencillamente cerraba los ojos y me dejaba llevar con Tchaikovsky, Mozart o algo de jazz, pero sin duda, nada superaba a los nocturnos de Chopin.

De una forma u otra creo haber pasado despierto todas las noches del año, salvo un par de excepciones, y la noche era, para mí, el mejor momento del día.

Pero al llegar el amanecer, cerca de las 5:30 a.m., sabía que era hora de acostarme. Esa transición noche-día me deprimía. No era el sonido insistente de los pájaros nada más, ni el ver pasar el cielo de negro y plateado a un
celeste frío muy similar al de las tardes de domingo, y no eran tampoco las bocinas hablando por todos ellos allá abajo o escuchar el sonido imposible de los despertadores de mis vecinos traspasando las paredes de sus almas y
las de mi casa. Puede que fuera todo eso en conjunto o el fin de la noche nada más.

Entonces me acostaba y dormía simplemente hasta que despertaba, y eso solía pasar cerca de las 2:30 p.m., siempre que recordara apagar el teléfono y bajar el volumen a cero en el contestador.

Una mañana en la que había olvidado hacerlo sonó el teléfono y por algún motivo me levanté para atenderlo.  Creo que podría decir que me desperté cuando ya me había parado, y ahí, frente al teléfono sonando
incomprensiblemente pensé: “¡No tengo por qué hacer esto!” Lo dejé sonar cuatro veces con la mano apoyada sobre el aparato, casi a punto de atender, pensando en quién sería. Al final aclaré la garganta y atendí.

-Buen día, soy Mary Greenberg y le hablo de Vital S.A. -dijo una mujer
– ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

-Eh… Josh -dije, y pude ver en mi pequeño reloj despertador gris, el cual rara vez había usado, que eran
las 10:24 a.m Era un lindo reloj. Me vi en el espejo de la puerta del baño: barba de 4 días, pelo parado,
los ojos casi pegados, desnudo y con el vientre hinchado de orina.

-Sr. Josh, ¿tiene usted actualmente algún plan de salud?
-No. No tengo ningún plan de salud.
-Pero… ¿no piensa usted que podría pasarle algo?
Pensé en cortar, pero me gustaban las preguntas estúpidas. Me senté en la cama mientras hablaba.
Seguía mirándome en el espejo.

-¿Algo? ¿Como qué?
-¡Una emergencia médica! ¿Qué edad tiene, Josh?
-Veinticinco.
-Ah, muy joven… ¿puedo preguntar con quién vive?
-Solo. Por ahora vivo solo. Puede tutearme, si lo desea.
-Gracias. ¿Josh, no tenés un plan de salud? Tengo que mostrarte los planes que tenemos. Son muy económicos…
¿Trabajás, estudiás? -preguntó Mary. Para la mayoría, todo lo que un ser humano hace se remite a esas dos
funciones básicas:
estudio/ trabajo, incluso ambas están tan relacionadas que son
casi una misma actividad.

Estuve cerca de decir cualquier otra cosa: lavacopas, mecánico, policía, ascensorista, lustrabotas, pero me gustaba la voz de la mujer.

-Escribo relatos. -dije, y me sentí estúpido al decirlo.
-¿Escritor? -preguntó- ¿Y sobre qué temas escribís?
-Mmhh… a veces sobre mujeres, otras sobre mí, no sé…
-¿Algo publicado?
-Poca cosa.
-A mí me gusta Poe. -dijo.
Todos leen a Poe. Y hacen bien, pensé.
-El escarabajo de oro, El corazón delator, El gato negro…
-Mary nombró varios de Poe, los clásicos. No dije nada.
-¿Qué tal si paso por tu casa y charlamos sobre los planes de salud?
-Mire, la verdad no me interesan…
-Sólo serán unos minutos y, entre nosotros, siempre quise conocer a un escritor. Imagino que son personas intrigantes.
-dijo poniendo cierta falsa pasión a las palabras.
-Bueno, puede que algunos lo sean.
Escuché como mis vecinos estaban discutiendo de nuevo. Ya no me afectaba tanto su media hora diaria de batalla
oral y ruidos violentos como al principio. “¡Te voy a matar mierda!” gritó una mujer. Después hubo un ruido similar a
madera chocando con el piso, más gritos y ruido por un rato. Todo terminaba generalmente  con un portazo violento.

Le di mi dirección y corté. Pensé en meterme en la cama y antes de hacerlo me detuve a verla: estaba completamente revuelta, como si hubiera habido algo de acción, pero hacía tiempo que no la había. Intenté volver a dormir, pero ya no pude y pensé entonces en algo para hacer en el día. Fui a ver qué había de comer. Sólo quedaba una pechuga de pollo. Bueno, me gustaba el pollo.

Entonces me vestí y fui al supermercado coreano, donde compré dos morrones y una cebolla, una Coca-Cola grande y también una botella Martini Bianco y jugo de limon. El personal del supermercado coreano era, por supuesto, coreano y nunca se entendía lo que decían. No sólo hablaban rápido, sino que casi no gesticulaban, por lo que era imposible deducir sus diálogos. Sonaba extraño cuando contaban chistes, si es que eran chistes, ya que solo me enteraba cuando ambos reían fuerte. Hasta sus risas eran extrañas,

ya que murmuraban pequeñas palabras incomprensibles en ellas.

No tenía hambre, así que sólo comí unas tostadas con café en el balcón. Miraba las nubes. Había muchas, pero no sobre donde yo estaba, sino todo alrededor. Como un gran anillo. Una de las nubes tenía forma de King-Kong
arrastrando una bolsa. Apenas había terminado mis tostadas cuando una abeja se paró en mi muslo.

Pasó un buen rato ahí batiendo las alas y sacudiéndose. Me quedé absolutamente quieto, con la taza de café caliente en la mano, sin moverme, mirando su danza amarilla y negra. Después de un rato se fue tal como llegó.
Me sentí más relajado. La nube de King-Kong ya no era igual, ahora no tenía la bolsa y parecía un poco más larga.

Mary no fue puntual. Llegó quince minutos pasadas las siete. Fue muy suave con el timbre, eso me gustó. Fue un toque breve, tan breve que no estuve seguro si había sonado. Los que fabrican timbres no saben lo cruel
que puede ser aquel sonido cuando se está completamente relajado.

Me había afeitado y peinado para la ocasión, pero tratando que pareciera algo casual. Bajé en el ascensor junto a mi joven vecina. Ella tendría unos 16 años, rubia, lindas piernas. Una ves discutí con su padre por el volumen de la música y desde entonces nadie en su familia me saludaba salvo ella. Creo que yo le gustaba.
-Me gusta tu perfume. -dijo.
-¿Sí?
-Sí -dijo ella-. ¿Es One de Calvin Klein?
-Ajá. Algún día te voy a regalar uno. -mentí.

Vi a Mary por el vidrio espejado de la entrada al edificio, mientras me acercaba a abrirle. Cuarenta años, pelo oscuro, un metro setenta, buenas piernas, salvo las rodillas que parecían arrugadas. Tenía una carpeta en la mano derecha, supongo que simulaba, pero estaba leyendo algo en esas hojas.
La miré mejor, había algo fascinante en su cara, tenía la dosis de encanto que todos necesitan para  tener una auténtica cara. No era un rostro más, con ojos embutidos ahí dentro. Mary tenía encanto. Además, sus senos parecían aceptables.

-¿Mary? -pregunté al abrir.
-Josh, ¿cómo estás? No te imaginaba así…
-¿Así cómo?
-No parecés escritor, es decir, no tenés el estereotipo de escritor.
-¿Ah, no? ¿Y cómo te imaginabas que era? -pregunté
-No sé, más desaliñado, con cara de chiflado.
Sonreí. No sabía si eso era bueno o malo, así que sonreír era una buena respuesta a cualquiera de las dos cosas.
Entramos al departamento después de haber estado callados en el ascensor. Sin hacer comentario alguno se
sentó en una de las únicas dos sillas que yo tenía.
-Bueno, te cuento sobre los planes de salud: Vital S.A. tiene una gama de servicios acorde a cada segmento de
la población…

-Mary -interrumpí-, como te dije en el teléfono, no estoy interesado en tus planes de salud.
Fue entonces cuando su presencia me resultó extraña. Ahora no había excusa. La miré a los ojos, me pareció más
lejana que nunca y a la vez más deseable. La miré bien, los senos marcados debajo de la camisa blanca, su cara de resignación a la vida, una lucha sin objetivos claros. Algo la había puesto a pelear ahí, creo que ella no sabía
qué era. Yo tampoco, claro.

-¿Tomamos algo? -ofrecí.

Rechazó mi primera oferta, pero la convencí después de un rato, justo cuando ya comenzaba a oscurecer.
Charlamos de todo y de nada.
Política, Televisión, Economía, Escritores, Música. Mary tenía al menos cuatro copas de vodka con limón adentro.
La noté relajada, con una mirada más real.

-¿Vamos al balcón? -pregunté.
Mary aceptó. Yo tenía tres vasos de Martini Bianco encima y sentía los primeros efectos. Nos apoyamos en la
baranda del balcón mirando todas aquellas pequeñas luces de la ciudad en el atardecer. No hablamos por varios
minutos hasta que casi sin pensarlo comencé a acariciar su pelo, suavemente. No dijo nada y pasamos así un rato
largo hasta que preguntó:
-¿Creés que soy bonita?
-Me gustás -le dije. Nos besamos un rato, Mary me tomó de la cintura llevándome hacia ella. Noté su lengua larga y
blanda que no sabía usar bien. Dejamos el balcón y entramos al departamento. Nos apoyamos sobre la heladera y comenzamos a besarnos de nuevo.
Cuando recién había pasado de sus senos a sus muslos un beep agudo comenzó a sonar en alguna parte. Mary se separó al instante y atendió un muy pequeño teléfono móvil que tenía en la cartera. Se alejó unos pasos.

-¿Sí? Ya estoy yendo para allá. ¿Qué? No, nada. Recién salgo de visitar un cliente. No, quedó en confirmar. Sí. Media hora. Te veo. Sí, yo también te quiero. Sí, media hora, un poco más.

-Tengo que irme. -dijo.
-Entiendo. ¿Nos vemos otra vez?
-Te llamo la semana próxima, si puedo.
Su cara volvió a ser como antes. Resignación, frustración, pequeñas dosis de odio.
-¿Tenés un chicle de menta? -preguntó acomodándose la camisa.
-No. Pero abajo hay un quiosco. ¿Me das tu teléfono? -pregunté.
-Yo te llamo, mejor.

La acompañé hasta la puerta y regresé a mi departamento, saqué el morrón y la cebolla de la heladera y los piqué en pequeños cuadraditos. Puse todo en una sartén con un poquito de aceite. Luego la pechuga de pollo en otra. Fuego mínimo para ambas.

La cebolla y los morrones comenzaban a dorarse y el aire se llenó de un aroma increíble. Cocinar tu propia comida es mucho más interesante, le da un cierto erotismo y en cierta forma hay una relación similar al proceso de conocer, seducir y finalmente acostarse con una mujer.

La única diferencia es que la comida, una vez lista, ya no puede escapar de tu mesa.